jueves, 1 de octubre de 2015

DEL CARPEN DIEN DEL CINE CUBANO EN ESPERA DE SU KAIROS  

Como ante todo me considero un librepensador, es decir, alguien que gusta someter a la mirada crítica y desprejuiciada todo aquello que llega a sus sentidos, con independencia de su procedencia o filiación, con el fin de formarme una opinión que tenga en cuenta la mayor cantidad de argumentos posibles, es que asumo como natural la diversidad de criterios expuestos hasta ahora en el blog. Pero, obviamente, no significa que esté de acuerdo con todo lo que publico.
Que ningún individuo tiene la verdad absoluta en sus manos es un lugar común cuyo uso casi siempre está dirigido a paralizar al antagonista, y con ello, evitar la búsqueda de una verdad superior a la que hasta entonces comparten los litigantes. El ejercicio sistemático del debate público es algo que siempre beneficiará a las sociedades en su conjunto, pero está claro que en el plano individual deja inevitablemente ganadores y perdedores.
El debate no es algo abstracto, sino que está sostenido por seres humanos con grande limitaciones, y que, por regla general, no les gusta “perder”. Por eso en la escuela de la sospecha es tan importante el rastreo de lo que sucede en la conciencia de quienes pugnan por imponer su voluntad: ¿cuánto de prejuicios, filias, fobias, se esconde detrás de una retórica que se asume a sí misma como jueza y medida de todas las cosas?, ¿cuánto de interés humano, demasiado humano, se enmascara detrás de esa declaración altisonante de principios universales?
En el caso que nos ocupa pareciera que lo que nos interesa es la suerte del audiovisual cubano que ya se realiza al margen de la industria o la institución (léase ICAIC). Es decir, nuestro interés último estaría asociado a algo que beneficiaría a la nación, no a un grupo político, o a una de las tantas capillas estéticas que pugnan entre sí en lo simbólico. Pero ello no impide que ese proceso, eventualmente, sea apreciado desde la perspectiva tardía del romanticismo, esa donde se pone por delante la genialidad de determinados creadores, y queda en un segundo plano la complejidad fecundante del escenario donde se mueven estos.
Creo que fue un poco lo que le pasó a Manuel Iglesias cuando en su texto menciona a Fernando Pérez en la forma que lo hizo. Todos conocemos las virtudes de Fernando, pero debemos cuidar que ese entusiasmo que nos provoca su obra y su persona, no nos nuble el juicio, y nos empuje a asumir posiciones sesgadas donde pesa más la emoción, la gratitud, que la percepción crítica. Hay que evitar aquello que Truffaut contaba de Hitchcock a finales de los setenta:
“En el momento de la aparición de Family Plot en Nueva York, yo había visto a Hitchcock en la televisión americana, ante una treintena de periodistas especializados. Todos le manifestaban respeto y afabilidad, no tanto porque les hubiera gustado su película número 53 sino porque, pasados los setenta años, un director si todavía está en activo, goza de eso que podría llamarse la inmunidad crítica”.
Más que Fernando Pérez y los nombres propios de quienes integran el G20, importaría dar a conocer la utilidad pública de eso que se propone en sus encuentros. Hasta donde he podido apreciar, no existe entre el G20 (lo que ese grupo representa) y el ICAIC, exactamente una confrontación. He visto en todo caso complicidad, en un principio tácita (recordar que el improvisado primer encuentro tuvo lugar en “Fresa y chocolate”, que pertenece a la institución), y ahora expresa. Que las cosas no han salido con la prisa que se quisiera, lo único que nos indica es que la solución de estos problemas, como apunté en un post anterior, hay que buscarlas más allá de 23 y 12.
Nada de lo que digo (o decimos) es nuevo. Recuerdo que en aquella ocasión en que Kiki Álvarez escribió su texto El árbol, el verbo, y el cine cubano sostuvimos en el blog una polémica parecida. Y recuerdo mi intercambio con el cineasta Mario Crespo, y mi insistencia en que, más que abatir el árbol que sería el ICAIC, lo importante sería resembrarlo. Y aunque siga pareciendo de mal gusto citarse uno mismo, retomo una parte de lo que entonces alegué:
“Esto no significa que debamos concederle al ICAIC los privilegios de un paraíso fiscal, y lo dejemos exentos del registro crítico. Si alguien saldría beneficiado con las críticas de fondo que se le pudieran hacer al instituto sería el propio ICAIC, o mejor aún, el cine que producen. Hablo de críticas que, amén de plantear los problemas, sugieran soluciones, o mejor, caminos novedosos que merecerían la oportunidad de ser recorridos, aunque sean errados. Desde luego, en una nación como la nuestra, donde no nos han educado para escuchar el criterio adverso y ver en esto la posibilidad de aprender algo nuevo, la meta se me antoja una fantasía, o algo a muy largo plazo. Por eso es que, en última instancia, los problemas que hoy en día acosan al cine producido por el ICAIC no resultan responsabilidad del ICAIC como tal, sino del orden de cosas que han configurado a la sociedad cubana en la misma cantidad de años que tiene el Instituto”.
Ahora no recuerdo bien si fue así como Julio César Guanche lo dijo alguna vez, pero es la esencia de aquella reflexión que quizás recuerde mal, la que me sigue alentando en estos debates: este país no necesita Mesías, sino instituciones que funcionen bien, y ciudadanos que sepan sostenerlas y desarrollarlas. Hay que pensar entonces en ese carpe diem al que alude Gustavo Arcos en el post que ha originado este intercambio de ideas, pero también estamos en la obligación de construir el kairos (el momento oportuno en que ocurren cosas bien especiales) que ponga al audiovisual cubano en una nueva dimensión espiritual.
No basta con que un grupo de realizadores estén filmando por su cuenta nuestras alegrías y angustias de cubanos inmersos en el mundo: en algún momento tendremos que sentarnos, reconocernos y crecer. Y nos guste o no, necesitamos una institución donde albergar todo eso.
Juan Antonio García Borrero