LUNETA Nro. 1 (2012), de Rebeca Chávez
Desde hace un tiempo se hace cada vez más visible en la nación cubana un corpus audiovisual interesado en revisar críticamente los orígenes y desarrollo de la Revolución de 1959. Ello coincide con los intereses que muestra ese conjunto de nuevos (y no tan nuevos) historiadores que ya han sabido describir un panorama menos maniqueo del que, hasta hace poco, teníamos del período pre-revolucionario.
En el caso concreto de la historia del cine cubano post-59, habría que adjudicarle a Alfredo Guevara el impulso primigenio de la renovación de esa mirada que solía percibir al ICAIC como un monolito: quien leyó en su momento “Revolución es lucidez” (La Habana, 1998), y luego “Tiempo de fundación” (España, 2003), lo menos que podía sentirse era perturbado. Después llegó “Volver sobre mis pasos” (Madrid, 207), el epistolario de Tomás Gutiérrez Alea, preparado por Mirtha Ibarra, y de un brutal golpe entendimos que la historia del ICAIC todavía está por escribirse.
El ICAIC ha tomado nota de ese novedoso estado de cosas, y ha producido varios materiales que se asoman a su propio origen y posterior evolución desde perspectivas nada complacientes. Pienso en los documentalescoordinados por Jorge Luis Sánchez, a propósito del cincuenta aniversario de la institución (sobre todo enNunca ha sido fácil la herejía), y ahora en Luneta Nro. 1 (2012), de Rebeca Chávez.
En cuanto a éste último, más allá de lo impactante que ha sido para mí ver por primera vez imágenes del juicio celebrado a Marcos Rodríguez, o imágenes de la tristemente célebre “autocrítica” de Heberto Padilla en laUNEAC (año 1971), encuentro en este material elementos que animan a prolongar el debate, ya no en torno a las ideas que exponen cada uno de los entrevistados, sino alrededor de las metodologías que utilizamos en el presente (tan distinto en sus circunstancias al que vivieron los sujetos que iniciaron la Revolución) con el fin de “leer” ese conjunto de hechos pretéritos.
Jean Chesneuax ha apuntado que “si el pasado cuenta es por lo que significa para nosotros. Es el productode nuestra memoria colectiva, es su tejido fundamental”. El pasado no es algo que permanece allí, inerte, como una piedra que hemos dejado atrás en el camino. Y que se recobra intacta. La noción de “pasado” se nutre, paradójicamente, de un horizonte de expectativas que, desde el presente en el que ahora mismo nos encontramos sumergidos, ocupados en disímiles tareas, va dictándole al futuro inmediato lo que entiende que vale la pena retener, así sea para criticarlo. Pero ese cribado jamás será inocente, neutral, u “objetivo”, sino que responde a los intereses más íntimos del sujeto que elabora el informe, intereses que por lo general coinciden con los del grupo o la clase social a la que pertenece o aspira a pertenecer. Si ello es así, ¿cómo distinguir en medio de tantos sesgos y filtros voluntarios e involuntarios lo que pudiéramos llamar “la verdadhistórica”?
El primer deber del historiador, y en sentido general de todos aquellos que intervienen en el procesamiento de la memoria histórica de una nación, está en la toma de distancia con el fin de aprehender el conjunto, y no las partes o grupos aislados entre sí. En el conjunto, con todas sus antinomias, descansaría esa “verdad” que perseguimos. Para Alfredo Guevara, fundador del ICAIC y primer entrevistado del documental, “la verdad es como un caleidoscopio (…) Es Rashomon, para hablar en términos de cine. Para unos tiene un valor, para otros tiene otro valor. Tal vez de la suma de todas las ópticas se pueda tener una aproximación y sólo una aproximación a la realidad real”. Casualmente, hace algún tiempo, sugerí la conveniencia de narrar la historia del cine cubano de acuerdo al paradigma rashomonesco. Ya sé que es de mal gusto esto de ir por la vida citándose uno mismo, pero como en todo caso lo que quisiera es de algún modo ajustarle cuentas a aquella afirmación, a ese “otro” que en su momento escribió aquello, la transcribo a continuación. Decía al final del ensayo:
“Lo ideal, como hemos sugerido otras veces, sería narrar la historia del cine cubano según el paradigma deRashomón. Imaginemos un primer relato donde podamos escuchar esa historia según la versión de Alfredo Guevara. Terminada esa exposición, tendríamos la posibilidad de atender la versión de Tomás Gutiérrez Alea. Y más adelante la de Fausto Canel. Y una cuarta de acuerdo al punto de vista de Alberto Roldán. Como en la película de Akira Kurosawa, comprenderíamos que ninguno de esos puntos de vista es aventajado. Cada uno de estos narradores se ha ocupado de retratar las circunstancias en las cuales les tocó figurar como protagonistas, pero estas interpretaciones personales no bastan para explicar el entramado mayor de una época que ha sido, de todo, menos transparente.
Nadie que relata la porción de realidad que le ha tocado vivir, alcanza a comprender del todo lo que ha sido esa experiencia. Ningún testigo es Dios, aún cuando sus informes sean más exhaustivos que otros. Las perspectivas siguen siendo tiránicas, a la par que engañosas. De allí la lucidez incomparable de Hannah Arendt al recomendarle a su maestro Karl Jasper: “No se guíe por el narrador; guíese por la Historia ” (1).
Mientras veía Luneta Nro 1 llegaba a mi mente, una y otra vez, la recomendación de la Arendt. El imperativo de guiarse por la Historia, y no por el narrador, suena razonable, pero no deja de resultar problemático. La Historia, tal como aparece ante nosotros, siempre será el resultado de una operación óntica. Un sujeto ha tenido acceso a determinada información, y ha construido un relato que, según su parecer (es decir, a lo que conoce hasta ese momento), se ajusta a la “verdad histórica”.
Pero la “verdad” es algo tan inefable que, inevitablemente, de modo periódico se irán reescribiendo esos relatos. Puede que el historiador esté atendiendo a las fuentes oficiales, a las que el Poder dominante ha tolerado que se divulguen, o por el contrario, puede que sólo tome en cuenta el punto de vista de quienes han sido excluidos de ese relato oficial. En ambas posiciones se estaría corriendo el riesgo de caer en ese psicologismo que Husserl se encargó de dinamitar en su momento, y que conduce al más desasosegante relativismo.
“La verdad”, al margen de lo que expongan los sujetos (rehenes de sus pobres cinco sentidos), seguiría siendo una Verdad única a la que hay que llegar apartándonos de todos esos hábitos mentales que muchas veces condicionan las respuestas antes de que se formulen las preguntas, lo cual explica el esfuerzo de Heidegger por recobrar la antigua noción griega de la alétheia, o de la verdad como aquello que se desoculta,y no exactamente que termina coincidiendo con la idea que elaboremos de la realidad, según los datos que hemos acumulado. El historiador que se enfrente a este dilema tendrá que escoger entre prestarle atención a “la verdad” como una cuestión metafísica (que estaría referida a la Verdad con mayúsculas, inalcanzable para los mortales), o acosarla en el plano epistemológico, regresando al examen de esos hechos concretos que la retórica ha terminado por disimular tras las teorías y las opiniones que vienen y van.
En Luneta Nro. 1 el espectador puede encontrar mencionados, al menos, dos hechos concretos que en el período que va de 1959 a 1971 marcaron determinados puntos de giros del proceso revolucionario (con sus respectivas influencias en las políticas culturales), y que, sin embargo, apenas han sido atendidos por los historiadores del cine cubano: el proceso judicial contra Marcos Rodríguez; y el arresto y posterior “autocrítica” en la UNEAC del poeta Heberto Padilla. Cada uno de estos hechos merecería en sí un documental, pero hasta ahora siguen siendo terrenos vírgenes para quienes se aproximan al cine revolucionario, pese a la repercusión que en términos ideológicos tuvieron ambos eventos en la vida nacional.
Y es que, en sentido general, seguimos hablando de la historia del ICAIC (por no decir de la Historia del país) como si ésta hubiese evolucionado de acuerdo a un guión previamente escrito, y con total autonomía. Según este punto de vista, “Alguien”, casi siempre desde un Poder bien localizado (para el caso, Alfredo Guevara), trazó de modo explícito ese camino que ha llegado hasta nosotros. En esta lectura simplificadora, el mundo real (el de las pasiones, las expectativas, las frustraciones humanas) ha desaparecido para dar paso a un recuento teleológico que sólo tiene como fin confirmar las tesis que ya habían motivado al que las enuncia. El mundo fáctico y caótico, ese en el que de modo inevitable nos movemos todos los individuos a diario, sin saber exactamente qué es lo que pasará en el minuto siguiente, pierde relevancia académica, consolidándose una versión de la Historia en la que abundan más las tesis que replican a otras tesis, que los argumentos que intentarían ir al fenómeno originario, ese donde se supone todavía duerme oculta “la verdad”.
Obviamente, no se trata de exigirle a Luneta Nro. 1 lo que, en términos objetivos, no puede lograr. Alfredo Guevara puso a circular públicamente entre nosotros una serie de documentos hasta ahora “privados” (y por ende, invisibles), y fue como si hubiésemos experimentado una suerte de revolución copernicana en la visión que teníamos del ICAIC. Pero ni siquiera esos valiosos documentos pudieron llenar las abundantes lagunas que todavía siguen existiendo en cuanto a múltiples temas. De hecho, fue necesario leer algunas de las cartas de Titón para entender lo que Alfredo argumentaba en algunas de sus polémicas páginas. Si se viene a ver, cada documento privado que se incorpora a la esfera pública, lejos de esclarecer las antiguas circunstancias, lo que más bien invita es a profundizar en el terreno.
En el caso del cine producido por el ICAIC la cuestión se complejiza más, porque el grueso de los cineastas agrupados en esa institución asumieron el rol de “intelectual” que por entonces se le demandaba a los creadores de izquierda que simpatizaban con la Revolución cubana. De la misma manera que los escritores latinoamericanos incorporaron al rol de mero novelista el ejercicio público de la crítica social (que es lo que distinguiría al intelectual moderno), los cineastas del ICAIC se ocuparon de, además de hacer películas, fundamentar más allá de lo privado sus posiciones teóricas en lo estético y en lo político (que en aquellas circunstancias, era casi lo mismo). Eso explica el gran número de polémicas en los que se vieron envueltos a lo largo de la década de los sesenta, y exigiría al estudioso de ese período ir más allá del texto fílmico, para indagar en el diálogo establecido por las películas (y sus autores) con el espíritu de la época en general. Porque más allá de la multiplicidad de eventos y personalidades que diferían entre sí, en los sesenta tuvo lugar un fenómeno unitario que condicionó esa identidad aglutinante cuyos ecos llegan todavía a nosotros, en abierto contraste con la vocación dispersora de ésta época nuestra.
En Luneta Nro. 1 se advierte el deseo de ir más allá de los lugares comunes, de la pose todo el tiempo celebradora. Y está muy bien que puedan escucharse en un mismo plano la voz de un líder histórico como es Alfredo Guevara, y las de investigadores tan jóvenes como Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, quienes ya han dado sobradas muestras del rigor investigativo que se viene imponiendo entre los de menos de edad. Hay en el material afirmaciones polémicas, como es de suponer; en lo personal la que más me desconcertó fue la de Alfredo Guevara cuando afirma: “Yo no creo en quinquenio gris, yo creo en quinquenio multicolores”.
Es una opinión que respeto, pero no comparto, desde luego. Más allá de las interpretaciones que podamos hacer alrededor de este período, más allá de que sea cierto que en el ICAIC, en el Ballet Nacional, o en Casa de las Américas, se consolidaron nichos de resistencia ante la mediocridad ambiente, “lo real” es que a partir de 1971, con “el caso Padilla”, se impuso en el país el “anti-intelectualismo” como tendencia. Aquí no estamos hablando de la suerte puntual que pudieron correr determinados intelectuales, sino de la vuelta de tuerca que supuso, por esa fecha, subordinar de modo absoluto la responsabilidad crítica del intelectual comprometido a la razón del Estado, a la vanguardia política. Si antes funcionaba de modo ambiguo el “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”, en 1971 el Primer Congreso de Educación y Cultura dejaría establecido de modo explícito que el arte es un arma al cual tienen derecho sólo los revolucionarios.
A partir de ese momento, el intelectual crítico cedió su puesto al “intelectual revolucionario”. Siguieron existiendo intelectuales incómodos. Mas la mayoría de ellos fueron confinados a las sombras, a las zonas de silencio, mientras que en los puestos más visibles quedaban los intelectuales inequívocamente revolucionarios. Lo de revolucionario pareciera que no estuviese mal, dado que todo intelectual crítico, en el fondo, es un revolucionario. Pero entre nosotros la acepción de intelectual revolucionario, en ese período, apenas sirvió para describir al que, más que generar un pensamiento crítico, acataba de modo sumiso las orientaciones que la vanguardia política emitía. Y eso, en todos los términos, fue sencillamente regresivo.
En Luneta Nro. 1 podemos escuchar una observación muy perspicaz de Elizabeth Mirabal: “Hay que ubicarse en las vidas de esas personas”. El recuento del pasado no tendrá sentido, efectivamente, si antes el historiador no consigue crear esos espacios donde la empatía (no confundir con la simpatía) fluya, más allá de las filias y las fobias que en lo cotidiano acosan a los humanos. La empatía no despolitizará al relato histórico, pero hará más natural la coexistencia de discursos diversos, y con ello, la posibilidad de construir una sociedad más democrática y atenta a los intereses de los innumerables sujetos que la conforman.
Juan Antonio García Borrero
Notas:
(1) Juan Antonio García Borrero. Sobre las fuentes y el narrador en la Historia del cine cubano. En “Otras maneras de pensar el cine cubano”. Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010, p 41.
Ficha técnica:
Dirección y guión: Rebeca Chávez/ Fotografía: Ángel Alderete/ Montaje: Kenia Velázquez/ Producción ejecutiva: Isabel Prendes/ Producción: Celina Morales/ Efectos visuales: Reynier Cepero/ Sonido directo:Sergio Muñoz/ Diseño de banda sonora: Israel López/ Entrevistados: Alfredo Guevara, Nelson Ramírez, Liudmila V. Petrulina, Elizabeth Mirabal, Carlos Velazco, Guillermo Jiménez.
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